Prisión provincial, 2 de febrero de 1919.
El juez necesitaba obtener el retrato de un presidiario
llamado Francisco Garcés. Para ello, ordenó que el condenado fuese fotografiado
en las dependencias del centro penitenciario donde cumplía condena por un
triple homicidio hasta su más que segura ejecución. Trasladado el asesino a
aquel lugar de la cárcel sin habérsele informado del porqué del desplazamiento,
éste creyó que adonde lo llevaban los guardias era a la silla eléctrica. De ese
modo, nada más entrar en la sala, el reo observó la silla de
"operaciones" y se le cubrió la frente de sudor, empezando a temblar
como una hoja. Acto seguido, uno de los guardias le invitó a que se sentara:
- ¡No, no, Dios mío; no, ahí no! - gritó el encarcelado.
Fue necesario, entonces, que los agentes le colocaran en
la silla del fotógrafo de forma forzada, sujetándole a la misma mientras el
citado profesional ajustaba a la cabeza del individuo el aparato de acero que
servía para que la persona permaneciera inmóvil durante la pose.
Garcés, obsesionado por su idea, creyó llegada su última
hora. Al mismo tiempo que la instantánea era tomada, el asesino se desmayó,
produciendo su garganta un ronquido semejante al que sigue a la extinción de la
vida. ¡El preso se había creído electrocutado! Por eso su asombro fue inmenso
al volver en sí a los pocos minutos y encontrarse en este mundo de los vivos.
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