lunes, 9 de julio de 2018

Mirando a Gibraltar


Mi madre se pasó toda su juventud mirando a Gibraltar. Un día de 1980 me confesó ese pasatiempo, mientras me preparaba algo de comer. Nada hizo más en su juventud sino mirar a Gibraltar. Mis abuelos le insistieron en que saliera, en que hiciera amistad con alguien pero ella se negó. Luego conoció a mi padre. Pero esa es otra historia.

El conde don Julián también se pasó una buena parte de su vida mirando a Gibraltar, le dije yo a mi madre: primero mientras esperaba la vuelta de su hija de la capital de los godos, donde tiene una pilastra que recuerda un ultraje del que fue víctima y en segundo lugar mientras vendía Hispania a los moros como venganza a la afrenta de su querida primogénita.

Cuenta algún cronista fatimí que también Muza miraba mucho a Gibraltar, desde esta parte de África: soñaba el caudillo árabe que sus caballos, de un salto, acabarían cabalgando por las llanuras de Vandalía, allá en la Península.

Escribo esto desde un viejo rincón de Ceuta, para acordarme de mi madre -cuando ya no esté-, de su típico olor de espera detrás de una puerta, para cuando no tenga más remedio que recordarla cuando abría esa boca como quien abría una ventana llena de vistas de veleros y de marineros atardeceres de envidia para emigrantes mediterráneos que acaban en las secas estepas de nuestra capital central.

Escribo también por esa necesidad de entender lo que me rodea y comunicarlo. Y esto último es, sin ninguna duda, un acto de egolatría, de protagonismo no concedido, de exordio mundanal y de desesperada solicitud de aprobación de lo comunicado.

“Vanitas vanitatis”; el caso es que Dolores se pasó toda su juventud acomodada en su terraza, mirando a Gibraltar. ¿Qué deseaba? ¿Y qué miraba exactamente? ¿Miraba, tal vez, detrás del barco de Algeciras, las envidias, los egoísmos, las habladurías, las agitaciones, la toxicidad de ciertas gaviotas hacia otras gaviotas?

Dicen que el escritor Joyce miró una vez la Roca desde una ventana cercana a esta calle, que era el rincón desde donde mi madre la miraba.  El irlandés había viajado hasta Ceuta para adentrarse unos días en Marruecos. Únicamente entonces, se imaginó a su personaje Molly besando al teniente Mulvey bajo un puente en Gibraltar pero también pensó en el monólogo interior de Molly en el futuro capítulo 18 y la imaginó como Penélope esperando a uno o varios Ulises y decidió titular su obra con el nombre del héroe. Eso cuentan.

Ahora me pregunto cuánta gente habrá mirado desde Ceuta a Gibraltar, en qué momento, de qué manera, por qué razón, por cuánto tiempo y si esa mirada – reiterada, repetitiva o no- le ha producido alguna determinada embriaguez o alguna reflexión relevante o emotiva que podamos aquí contar o la inspiración de un relato o poema genial, o un cuadro o una escultura de gran éxito entre la crítica.

Seguro que Homero miró muchas veces hacia Gibraltar y antes de Homero todos los cronistas helenos y latinos que por aquí se sucedieron. Aunque, ahora que lo pienso, ningún cronista era tan viejo como Homero.

El inventor de los trabajos de Heracles debió de estar también un buen rato mirando a Gibraltar para inventar la historia aquella de la separación de las columnas. Miró una columna desde otra columna para calcular la fuerza del héroe para separarlas y dejar que el océano pasara libremente de un punto a otro.

Del mismo modo, Al-Idrissi, nombre reducido de Abu Abdallah Muhammad Ibn Muhammad Ibn Abdallah Ibn Idriss al-Qurtubi al-Hassani, también conocido como “el árabe de Nubia”, miró en su recuerdo un día el peñón mientras se dedicaba a trazar su mapamundi en la corte de Roger II de Sicilia.

Pero mi madre no entendía de aquellas cosas: miraba el peñón, seguramente, porque le apetecía, sin más, porque aquel punto singular se veía, con la brumosa perspectiva o claridad correspondientes, pero para alcanzarlo había que atravesar el mar y era misterioso que la vista pudiera llegar pero el cuerpo solo lo pudiera hacer en barco. O a nado.

Para tantos ceutíes, Gibraltar y la costa próxima de Cádiz constituían un paisaje habitual y cercano en la geografía, al que la gente se acostumbraba, pero al que no se podía acceder con facilidad.  Era el precio a pagar por vivir en una bellísima cárcel con vistas tan espectaculares -resulta que para el otro lado estaba la frontera de Marruecos y, aunque completamente terrestre, resultaba difícil pasarla sin tener que esperar al menos media mañana para llegar a un mundo a veces extraño, a veces hostil.

Era la relación de los ceutíes con la Roca todo un idilio, todo un dulce dolor de amor, como el que Julián sintió a la vuelta de su hija Cava, humillada por don Rodrigo, en Toledo, hecho que provocó la primera gran guerra española, o hispánica, si prefieren, y la toma de la Península por las tropas de Tarik, quien de joven miraba a Gibraltar y se decía: “aquella montaña, un día, será mía”. Y de hecho la conquistó para su causa y desde entonces lleva su nombre.

En "Memoria de la brisa" (2018)

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