Don Eusebio caminaba porque no había mucho más que hacer. Caminaba por las calles del pueblo como si el movimiento le pudiera hacer olvidar la sensación constante de estar atrapado en un ciclo sin fin. Un día se encontró frente a una tienda que juró no haber visto antes. Ni siquiera recordaba haber transitado por el camino que lo llevó hasta allí. El letrero sobre la entrada, torcido y a punto de caer, rezaba “Cosas útiles e inútiles”.
Entró al sitio, más por aburrimiento que por curiosidad. El interior estaba lleno de estanterías repletas de objetos que no tenían sentido: relojes sin manecillas, muñecos con las cabezas al revés, un paraguas que parecía brillar levemente... Al fondo, detrás de un mostrador, un anciano le miraba como si lo hubiera estado esperando.
—¿Busca algo en particular? —preguntó el hombre, sin moverse.
—No sé. Solo estoy viendo. —Eusebio se encogió de hombros.
—Lo que necesita no está a la vista. —El anciano sacó un par de zapatos de debajo del mostrador. Eran negros, con un diseño extraño, como grabados que parecían moverse cuando la luz los tocaba.
—No necesito zapatos —dijo Eusebio, aunque sus zapatos actuales estaban tan gastados que casi podía sentir el asfalto al caminar.
—Estos no son zapatos comunes. Te ayudarán a conservar los lugares que amas. Nunca tendrás que despedirte de ellos.
Eusebio no sabía si aquello era una promesa, una amenaza o una broma de mal gusto, pero algo en la voz del anciano le convenció. Pagó al señor lo que le pidió —una cantidad sorprendentemente baja— y salió con los zapatos bajo el brazo. Ni siquiera preguntó cómo funcionaban.
Cuando llegó a casa, se los puso. Eran cómodos, mucho más de lo que había imaginado. Salió a caminar con ellos. Nada más comenzar a andar, sintió una especie de vibración en las suelas, como si estuvieran conectadas al suelo. Al llegar a la plaza del pueblo, se dio cuenta de que no era solo una sensación. Miró las suelas y vio, incrédulo, una réplica en miniatura de la plaza, perfecta en cada detalle.
—Esto no puede ser real —murmuró, pero lo era.
Siguió caminando, probando los zapatos en diferentes lugares. Grabó la panadería de la esquina, el puente sobre el río, incluso la fuente con los azulejos llena de pájaros. Cada vez que miraba las suelas, ahí la tenía: una reproducción exacta de los lugares por los que había transitado, como si los zapatos estuvieran capturando la esencia misma de aquellos sitios.
Cuando llegó al terreno que había heredado —un espacio vacío en las afueras de su pueblo—, los zapatos le mostraron su segundo truco. Mientras caminaba por la tierra baldía, sintió cómo las suelas comenzaban a latir, como si fueran corazones nerviosos. De repente, el terreno comenzó a cambiar. Frente a sus ojos se materializó la plaza del pueblo, la misma que había capturado. Los bancos, los adoquines, incluso el sonido del agua de la fuente. Todo estaba allí, como si el lugar hubiera sido arrancado del mundo y trasplantado a ese rincón olvidado de la localidad.
—Esto es... imposible. —Eusebio dio un paso atrás, tropezando con sus propios pies. Se quedó un largo rato mirando el lugar, tratando de procesar lo que había ocurrido.
Al día siguiente, probó de nuevo. Reprodujo el puente del río, el interior de la panadería, incluso una esquina oscura donde un graffiti mal pintado anunciaba “Viva el caos”. Cada lugar que capturaba con los zapatos podía ser traído a su terreno, que pronto comenzó a llenarse de fragmentos de su vida, piezas de un rompecabezas que no encajaban del todo, pero que de alguna manera le daban sentido a su biografía.
—Eusebio, ¿qué estás haciendo? —preguntó una vecina una tarde, cuando lo vio cargar sacos de tierra para el terreno.
—Un proyecto. Algo personal.
—¿Es eso el puente del río? —Señaló la vecina, desconcertada.
—Lo es. —Eusebio No dio más explicaciones, porque no sabía cómo hacerlo.
La gente empezó a murmurar sobre el terreno de Don Eusebio. Algunas personas decían que era un loco, otros que era un genio. Los curiosos venían a ver lo que estaba construyendo, aunque nadie entendía cómo era posible. Pero Eusebio no hacía caso. Estaba demasiado ocupado capturando más lugares. Cada caminata se convertía en una misión. Se detenía en cada esquina, evaluando si el lugar merecía ser eternizado o no.
Una tarde, pasó frente a la casa donde había crecido. Estaba en ruinas, con las ventanas rotas y las paredes cubiertas de grafitis. Durante un largo rato, se quedó mirándola, incapaz de decidir si quería grabarla finalmente. Sus zapatos vibraron levemente. Esa noche, reprodujo la casa en su terreno. Pero no apareció en su estado actual, sino como la recordaba: con las paredes blancas, con el jardín lleno de árboles y de plantas, con el columpio crujiente bajo la gran palmera.
—Esto no tiene sentido. —Se sentó en el suelo, observando la casa. La perfección de los detalles lo inquietaba. Incluso podía oír las risas de su infancia, como si los zapatos no solo hubieran capturado el lugar, sino también los momentos vividos en él.
El terreno de Don Eusebio se convirtió en un museo al aire libre, un pequeño espacio donde fragmentos de sus días cobraban vida. La gente del pueblo empezó a visitarlo, fascinada por las reproducciones., pero para Eusebio el terreno no era una exhibición, sino una obsesión. Cada vez que añadía un nuevo lugar, sentía que algo le faltaba. Nunca estaba satisfecho del todo.
—¿Qué estás buscando, Eusebio? —le preguntó un amigo una noche, mientras paseaban por el terreno.
—No lo sé. Quizá algo que nunca tuve.
Los zapatos no solo le permitían capturar lugares; le estaban consumiendo. Cada vez caminaba más lejos, buscando algo que ni siquiera podía nombrar. Pero cuanto más llenaba su terreno, más vacío se sentía.
Una madrugada, dejó los zapatos junto a la entrada de su casa y salió a caminar descalzo por el terreno. Por primera vez en años, sintió el suelo bajo sus pies. Caminó hasta el centro del terreno, donde todas las piezas de su vida se habían reunido, y se sentó a contemplarlas.
Se dio cuenta de que el terreno estaba lleno, pero él seguía vacío.
—Tal vez nunca debí ponerme esos zapatos. —Sus palabras se perdieron en el aire, y con ellas, cualquier esperanza de encontrar lo que buscaba.
Eusebio se quedó allí, viendo cómo el sol comenzaba a iluminar el extraño rincón que había creado. Por un momento, pensó en volver a ponerse los zapatos, pero después pensó que sería mejor dejarlos a un lado, como un mero recuerdo.
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