martes, 7 de enero de 2025

Plan para dos




El Chevrolet Impala del 67 devoraba la carretera con un rugido bajo y constante, como un animal viejo que todavía tuviera fuerza en las patas. Los faros iluminaban la interminable cinta gris del asfalto mientras el horizonte parecía replegarse hacia ellos, como si la noche supiera lo que estaban planeando. Dentro del coche, dos hombres viajaban en silencio, dejando que el motor llenara el espacio entre ambos.

Después de un buen rato, uno de los tipos habló. Era Jimmy, el hombre que conducía: su rostro era el de alguien que en su vida había aprendido a decir que no y sus manos parecían más cómodas sujetando una llave inglesa que un volante.

—¿Crees que alguien nos recordará? —preguntó Jimmy, sin apartar la vista de la carretera.

Frank, en el asiento del copiloto, miraba por la ventana con el brazo colgado hacia afuera. Era más joven que Jimmy, pero la tristeza de sus ojos le hacía parecer más viejo. Su camiseta tenía un agujero en el hombro y olía ligeramente a humo de tabaco, aunque había dejado de fumar hacía años.

—¿Acaso te importa? —respondió Frank, tras un silencio que parecía haber durado minutos, pero que solo cubrió un par de segundos.

Jimmy apretó los labios, pensándoselo.

—No lo sé. Supongo que no. —contestó, haciendo una pausa, tras la que encendió un cigarrillo y exhaló con lentitud—. Pero sería bonito, ¿no? Sería genial que alguien dijera: “Jimmy y Frank, aquellos tipos que no fueron tan simplotes”.

Frank soltó una risa seca, una exhalación más que una carcajada.

—La gente no dirá esas cosas. Al menos no sobre nosotros. —Se incorporó ligeramente en su asiento y miró a Jimmy—. Nadie se acuerda de la gente que no importa.

Jimmy asintió con la cabeza, aunque la verdad le pesaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Miró el reloj del tablero. Había pasado poco más de media hora desde que ambos salieran del bar donde tomaran la decisión. Una hora más, pensó, y todo se acabará.

—¿Sabes qué es lo peor? —preguntó Jimmy, rompiendo de nuevo el silencio—. Que ni siquiera sé si merecerá la pena toda esta porquería de plan.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Frank, mirándole de reojo.

—Porque no creo que haya nada al final. —Respondió Jimmy, haciendo un gesto amplio con la mano, señalando la oscuridad más allá del parabrisas—. No hay cielo, ni infierno. Solo esto. Oscuridad.

Frank apretó los dientes. Había algo en la desesperación de Jimmy que lo irritaba, pero no dijo nada al respecto. En cambio, cambió de tema.

—¿Te acuerdas de cuando robamos el Mustang de aquel idiota en el instituto?

Jimmy sonrió,  quizás fuera la primera sonrisa auténtica que había tenido en muchos días.

—¿Pero cómo olvidarlo? Contestó muerto de risa. Dios mío, nos persiguieron por más de treinta avenidas antes de que el motor reventara.

Frank se unió a la risa. Por un momento, la tensión en el coche se desvaneció, pero el recuerdo se disipó tan rápido como había llegado. Paulatinamente, el silencio volvió a a hacerse dueño de ellos. La carretera seguía extendiéndose al frente, monótona y eterna, como si intentara convencerles de que todavía podían cambiar de opinión.

Cuando el reloj del tablero marcó una hora de viaje, Jimmy rompió el silencio otra vez.

—¿Por qué dijiste que sí, Frank?

Frank no respondió de inmediato. Encendió su propio cigarrillo, dándole largas a la respuesta.

—Supongo que estaba cansado de todo este rollo. — respondió, mientras exhalaba el humo del cigarrillo por la nariz—. Totalmente cansado de levantarme sin motivo, de acostarme sin ganas, de esperar algo que nunca llega.

Jimmy asintió. Lo entendía demasiado bien.

—¿Y tú? —preguntó Frank, devolviéndole la pregunta.

—Creo que quería ver si podía hacer algo con mi vida que tuviera algún significado, aunque fuera un desastre. —Comentó, apretando las manos en el volante—. Este es nuestro final y es nuestra decisión. Al menos tenemos eso.

—Siempre tan poético, Jimmy —exclamó Frank sonriendo, aunque con un tono de amargura en su voz.

El reloj avanzaba implacable. Había pasado una hora y veinte minutos. Ambos comenzaron a mirar con más atención los pocos coches que pasaban en dirección contraria. Habían decidido que, al llegar a la hora y media exacta, se estrellarían contra el primer vehículo que encontraran. No importaba quién estuviera al otro lado. Era el precio que estaban dispuestos a pagar por sus tediosas vidas y, muy posiblemente, por la de alguien más,

—¿Te arrepientes? —preguntó Jimmy, con una voz esta vez muy baja, casi como un susurro.

Frank lo pensó durante unos segundos que se sintieron eternos.

—No. Creo que no. ¿Tú sí?

Jimmy negó con la cabeza.

—No, seguro que no.

El reloj no tardó en marcar justo una hora y veintinueve minutos desde aquella decisión. Entonces, Jimmy apretó el acelerador, haciendo que el Impala rugiera como si el motor fuera consciente de lo que venía a continuación. Ambos se miraron y miraron el horizonte. Una pequeña luz apareció a lo lejos, creciendo rápidamente. Era un camión.

—Ahí viene —dijo Jimmy, con la voz tensa pero firme.

Frank se enderezó en su asiento, aferrándose al reposabrazos.

—Hazlo sin fallar, ¿vale? —dijo entonces con una pequeña sonrisa que trataba de disimular su miedo.

Jimmy obedeció, apretando los dientes mientras se inclinaba hacia adelante, con sus manos tensas en el volante.

Mientras el camión se acercaba,. Jimmy giró el volante hacia el carril contrario.

En el último segundo, un pensamiento cruzó su mente, un pensamiento tan rápido como un destello: ¿y si hubiera algo más allá?

El impacto nunca llegó: un volantazo instintivo, un reflejo que ni él entendió, desvió el coche en el último instante. El vehículo pasó junto al camión con un rugido ensordecedor, tan cerca del gran armatoste que pudieron sentir el calor de su motor y el viento que lo acompañaba.

El coche derrapó y se detuvo al borde de la carretera. Dentro del mismo, el silencio era absoluto, roto solo por las respiraciones entrecortadas de sus ocupantes.

—¿Qué... qué diablos fue eso? —preguntó Frank, con la voz temblorosa.

Jimmy no respondió de inmediato. Su corazón se salía del tórax mientras mantenía sus manos aún aferradas al volante.

—No lo sé. —Soltó el volante y se pasó las manos por el rostro—. No sé por qué lo hice.

Frank le miró, intentando encontrar palabras.

—¿Y ahora qué? Exclamó Jimmy mientras encendía otro cigarrillo con las manos completamente sudorosas.

—Supongo que seguiremos conduciendo.

El Impala volvió a rugir mientras retomaban la carretera. Ninguno de los dos dijo nada, pero algo había cambiado. Quizá no sabían hacia adónde iban, ni dónde se encontraban; solo era seguro que el Impala continuaba en movimiento.

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