sábado, 9 de septiembre de 2017

Julián el Hippie


Detesto esos días en que mi querida familia acude a Riba de Meca, pueblo hippie, para visitarme -saben que no me moveré de aquí e impunes aprovechan para subir a verme -. Al principio no lo paso mal, la verdad, me gusta recibir a hermanos, cuñadas y progenitora con esa cerveza que John, el vecino de la tercera cabaña, fabrica gustosamente para todos los habitantes de la aldea.

Cuando ya ha bebido lo bastante, madre siempre acaba diciendo que sus hijos están muy bien casados, que han alcanzado una posición laboral y económica excelentes, que sus chalets cerca de la capital son extraordinarios y que todos -o casi todos- han logrado la felicidad.

Después de las palabras de madre, se hace en mi choza un tremendo silencio, un silencio casi metafísico e inevitablemente me convierto en objeto de las miradas de todos los presentes.

Sin embargo, al contrario que madre, cuando pienso en la felicidad, siempre me acabo acordando de lo mismo:

Del despertar con las primeras luces del día, del momento en que mis piernas y brazos, fugitivos, pretenden salirse del cuerpo sabiendo que me levantaré de la cama libre de jefes, de horarios, de dolosas hipotecas…

También ahora, mientras me miran así, me acuerdo de que luego, cuando se quieran marchar, saldré a despedirlos con la mejor de mis sonrisas. Ellos caminarán hacia sus coches magníficos, que les llevarán a una ciudad donde el humo oculta hasta el más noble sentimiento, donde la preciosa cara de ojos azules del dinero maquilla cualquier otro tipo de belleza natural o humana. Por fin se habrá acabado la tediosa visita. Luego, yo diría que casi de inmediato, entablarán en sus vehículos una tristísima charla sobre mi mísera vida.

Sería peregrino, coincidiréis tantos de aquí conmigo, decir ahora bien alto cuánto se equivocan, porque cuán aliviado me sentiré tras recorrer esta alameda, que me llevará a encontrarme con un mar que incluso a veces parecerá mirarme como aguardando una esperada y redentora conversación.

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