Muchas veces el viaje es imaginario:
no
hay otro remedio que dibujar autovías entre los lirios,
circular
por ciudades nacidas en los naranjos,
aparcar
en grandes puertos dormidos entre olivos
y
subirse a blancos barcos que atraviesan la mañana.
Percibir,
entonces, el mar
como
un ser antepasado,
añorado
en el jardín,
al
calor de una hierba
que
pretende ser azul,
y
poner velas por los que ahora faltan
mientras
las azucenas entonan un himno de alegría.
Entender,
finalmente, que todo ya se acerca,
que
el buque ya ignora la lejana costa,
que
las olas ya chocan en la muralla de siempre
y
recuperan un tiempo, más alla del sur posible,
instalado
en la ciudad que solo existe en la memoria.
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