Miguel creció en una casa donde las palabras tenían colores distintos. Su madre le hablaba en andaluz, con ese acento cálido que sonaba a olas y patios blancos. Su padre, aunque hablaba valenciano con su familia, a él le hablaba siempre en castellano, como si fuera un acuerdo tácito entre los dos. Pero Miguel, sin darse cuenta, iba absorbiendo el valenciano por los rincones, como quien aprende a nadar solo con ver el agua.
En su casa, el valenciano flotaba en las conversaciones de su abuela, en las risas de sus primos cuando iban de visita, en las sobremesas largas donde los mayores hablaban sin pensar que él también escuchaba. Él no lo hablaba, no todavía, pero lo entendía con la facilidad de quien no se ha puesto límites.
Cada verano, la familia se trasladaba al pueblo del padre, donde la vida era distinta. Las mañanas olían a tierra seca y a desayuno en la terraza, y las tardes eran largas y libres. Allí, Miguel jugaba con los niños de la calle, que hablaban en valenciano sin darse cuenta de que él, hasta ese momento, nunca lo había usado.
—Ei, vine! —le gritaba Martí, el hijo del panadero, mientras corrían por los caminos de tierra.
Al principio, Miguel respondía en castellano, con esa mezcla extraña de palabras que los niños aceptan sin preguntar. Pero pronto, casi sin pensarlo, su boca empezó a formar frases en valenciano. No perfectas, pero suficientes. Sus primos lo corregían, se reían cuando se equivocaba, pero él no se detenía. Aprendió en la calle, jugando, peleando por turnos en el fútbol, pidiendo agua en casa de los vecinos.
El verano pasó y Miguel volvió a su ciudad con un secreto: ahora tenía tres registros. Con su madre seguía hablando en andaluz, con su padre en castellano, pero ahora, cuando visitaban a la familia paterna, él contestaba en valenciano sin dudar. Su abuela lo miraba con sorpresa y orgullo.
Una tarde, su padre lo escuchó hablar con su primo en valenciano y se quedó en silencio. No se lo había enseñado, nunca le había hablado en esa lengua, pero ahí estaba, floreciendo en su hijo sin que nadie se lo hubiera pedido.
—Parles molt bé el valencià, Miguel.
El niño sonrió, sin entender del todo por qué su padre lo miraba con tanto asombro. Para él, no había nada raro. Simplemente había aprendido lo que estaba a su alrededor. Como cuando un pez descubre que ha estado nadando en el agua desde siempre.
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