domingo, 16 de febrero de 2025

Robert Walser: El arte de desaparecer en la literatura


Robert Walser (1878-1956) es uno de los escritores más singulares de la literatura moderna. Autor de novelas, cuentos y microtextos conocidos como microgramas, su obra parece construida con la intención de desaparecer, de diluirse en lo cotidiano hasta volverse casi imperceptible. Sin embargo, en esa aparente levedad reside su inmensa profundidad, la cual ha sido reconocida por grandes autores y críticos literarios a lo largo del tiempo. Como señaló W.G. Sebald, “En la historia de la literatura moderna, no hay otro autor que haya desaparecido tan completamente en su propia obra”.




La literatura de lo menor

El estilo de Walser se basa en lo mínimo, en lo pasajero y en lo fugaz. Sus textos están llenos de caminatas sin rumbo, de personajes que apenas son sombras y de detalles cotidianos que cobran una importancia inusitada. Walter Benjamin lo describió como un escritor cuya obra “transmite la alegría de existir en lo menor, de perderse sin cesar y encontrarse en lo imperceptible”. En su mundo literario, la grandeza no se encuentra en los grandes dramas, sino en lo efímero y lo inadvertido.

La aparente ligereza de su escritura esconde una gran profundidad, como destacó Hermann Hesse: “Sus escritos poseen una ligereza inigualable, pero llevan consigo la profundidad de un alma melancólica”. Y es que en Walser, lo simple nunca es banal, sino una exploración de la soledad, la fragilidad y la belleza de lo cotidiano.

La ironía y la desaparición del yo

Uno de los aspectos más fascinantes de Walser es su relación con la identidad y la autoría. A diferencia de otros escritores que buscan afirmarse en su voz, Walser parece querer desvanecerse en su propio texto. Hannah Arendt lo expresó de forma precisa: “Hay en Walser un deseo de desaparecer, de hacerse tan pequeño que ya no pueda ser visto ni encontrado”. Esa misma desaparición se refleja en sus personajes, a menudo tímidos y errantes, incapaces de dejar una huella duradera en el mundo.

Su ironía también juega un papel clave en su obra. Franz Kafka, un lector admirador de Walser, señaló: “En su prosa, la ternura se disfraza de ironía y la ironía de ternura”. Sus narradores parecen siempre a punto de burlarse de sí mismos, de su propia insignificancia, pero sin amargura, sino con una delicada resignación. Como dijo Elias Canetti, “No conozco a nadie que haya jugado con la insignificancia con tal seriedad”.




Un escritor fuera de su tiempo

La obra de Walser no fue ampliamente reconocida en su época. Su estilo fragmentario, su preferencia por lo efímero y su negativa a encajar en las grandes corrientes literarias del momento hicieron que fuera visto como un escritor excéntrico y marginal. Sin embargo, esa misma marginalidad es lo que lo hace tan relevante hoy. Pierre Michon lo llamó “el santo patrono de los escritores que nunca encontraron su sitio”, una descripción que resuena en muchos escritores contemporáneos.

Muchos autores han visto en su escritura una suerte de milagro estilístico. Peter Handke afirmó: “Nunca una voz tan pequeña ha dicho cosas tan grandes”, mientras que Paul Auster lo definió como “un escritor que sabía cómo hacer del fracaso un arte”. Sus textos, a menudo escritos en una caligrafía minúscula y desordenada, parecen reflejar esa misma sensación de querer existir sin ser notado.




La nieve y la memoria de Walser

El final de la vida de Walser es tan enigmático como su literatura. Pasó sus últimos años internado en un hospital psiquiátrico, dejando de escribir completamente. Su muerte, ocurrida en la Navidad de 1956, es casi una imagen de su propia obra: su cuerpo fue encontrado en la nieve, como si se hubiera desvanecido en su propio paisaje. Enrique Vila-Matas, en un homenaje literario, escribió: “Leerlo es como caminar sobre la nieve, dejando huellas que el viento borra de inmediato”.

A pesar de su deseo de desaparecer, Walser sigue vivo en la literatura. Su legado ha sido reivindicado por autores como Thomas Bernhard, quien subrayó: “Su delicadeza extrema es lo que lo hace tan radical”, o Rodrigo Fresán, quien lo describió como “un escritor tan secreto que parece que aún sigue escondido en sus frases”.

La obra de Robert Walser es un recordatorio de que la literatura no necesita grandes gestos ni afirmaciones rotundas para ser trascendental. A veces, basta con el murmullo de una frase, con la huella leve de una caminata en la nieve

sábado, 1 de febrero de 2025

El xiquet dels tres registres

 Miguel creció en una casa donde las palabras tenían colores distintos. Su madre le hablaba en andaluz, con ese acento cálido que sonaba a olas y patios blancos. Su padre, aunque hablaba valenciano con su familia, a él le hablaba siempre en castellano, como si fuera un acuerdo tácito entre los dos. Pero Miguel, sin darse cuenta, iba absorbiendo el valenciano por los rincones, como quien aprende a nadar solo con ver el agua.

En su casa, el valenciano flotaba en las conversaciones de su abuela, en las risas de sus primos cuando iban de visita, en las sobremesas largas donde los mayores hablaban sin pensar que él también escuchaba. Él no lo hablaba, no todavía, pero lo entendía con la facilidad de quien no se ha puesto límites.

Cada verano, la familia se trasladaba al pueblo del padre, donde la vida era distinta. Las mañanas olían a tierra seca y a desayuno en la terraza, y las tardes eran largas y libres. Allí, Miguel jugaba con los niños de la calle, que hablaban en valenciano sin darse cuenta de que él, hasta ese momento, nunca lo había usado.

—Ei, vine! —le gritaba Martí, el hijo del panadero, mientras corrían por los caminos de tierra.

Al principio, Miguel respondía en castellano, con esa mezcla extraña de palabras que los niños aceptan sin preguntar. Pero pronto, casi sin pensarlo, su boca empezó a formar frases en valenciano. No perfectas, pero suficientes. Sus primos lo corregían, se reían cuando se equivocaba, pero él no se detenía. Aprendió en la calle, jugando, peleando por turnos en el fútbol, pidiendo agua en casa de los vecinos.

El verano pasó y Miguel volvió a su ciudad con un secreto: ahora tenía tres registros. Con su madre seguía hablando en andaluz, con su padre en castellano, pero ahora, cuando visitaban a la familia paterna, él contestaba en valenciano sin dudar. Su abuela lo miraba con sorpresa y orgullo.

Una tarde, su padre lo escuchó hablar con su primo en valenciano y se quedó en silencio. No se lo había enseñado, nunca le había hablado en esa lengua, pero ahí estaba, floreciendo en su hijo sin que nadie se lo hubiera pedido.

—Parles molt bé el valencià, Miguel.

El niño sonrió, sin entender del todo por qué su padre lo miraba con tanto asombro. Para él, no había nada raro. Simplemente había aprendido lo que estaba a su alrededor. Como cuando un pez descubre que ha estado nadando en el agua desde siempre.


jueves, 23 de enero de 2025

Priya y Arjun




En el apacible paraje de Valdeniebla, a las afueras de Valmojado, los amigos Priya y Arjun exploraban su nuevo hogar. Su traslado, motivado por un trabajo que no esperaban y el deseo de aventura, les había llevado a este rincón del planeta donde el cielo parece infinito y el viento susurra historias antiguas. 

Una tarde, al llegar a una pequeño lavajo escondido entre encinas y pinares, la calma del lugar se rompió con un resplandor misterioso que surgió del agua. De entre las ondas apareció un ser etéreo, vestido con ropajes que centelleaban como el oro bajo el sol.

—Soy Varuna —anunció con voz profunda—. Este paraje es mi hogar. Sed bienvenidos.

Priya y Arjun, atónitos, juntaron las manos en un gesto de reverencia. No entendían ese suceso lejos de la India.

—Varuna, venerable dios, ¿qué significa tu aparición, aquí, pero tan lejos? —preguntó Priya.

—Os he observado desde que llegasteis a esta nueva tierra. Mi mensaje es claro: debéis iniciar una nueva vida aquí. Fundaréis un nuevo asentamiento para dar a conocer vuestra India natal. Seguid las señales y encontraréis la felicidad.

Al día siguiente, caminando por el mismo paraje, al que acudían atraídos sin ellos saber muy bien por qué, como por una fuerza inexplicable, los dos amigos se cruzaron con un grupo de recolectores de espárragos, todos ellos también  de la India. 

Entonces, un hombre llamado Ramesh, les explicó que eran devotos de la diosa Durga y que recogían espárragos silvestres para llevarle como ofrenda a un improvisado altar en en el lugar conocido como Fuente de Pedro Díaz.

—Durga nos conduce —dijo Ramesh—, y parece que Varuna también os ha guiado. Si queréis iniciar ese negocio, nosotros os apoyaremos. En esta zona hay más adoradores de Durga de lo que imagináis.

Así comenzó la aventura de Priya y Arjun. Con el apoyo de los caminantes y una bendición divina, encontraron un local en Valmojado y lo transformaron en una casa de comidas, a la que bautizaron como “Sabores de India”, un restaurante que pronto se conviertiría en el primer punto de encuentro para la comunidad en el pueblo.

Una noche, mientras Priya servía chai a un grupo de clientes, uno de los recolectores de espárragos se levantó con entusiasmo. Era Ramesh, quien con una sonrisa dijo:

—Estoy muy contento de que Durga nos haya reunido aquí. Este lugar es más que un restaurante. Es un templo de unión para nuestra comunidad.

Arjun, que estaba detrás del mostrador, respondió:

—Y para nosotros es un sueño hecho realidad. Aquí, en Valmojado, hemos encontrado nuestro hogar, nuestras raíces y nuestra familia.

El negocio de Arjun y Priya fue todo un éxito. Las bendiciones de Varuna y el apoyo de los devotos de Durga llenaron el lugar de prosperidad. Priya y Arjun, con humildad y gratitud, sintieron que su misión en Valmojado estaba apenas comenzando, pues los dioses seguían guiándolos, entre aromas de cúrcuma, cilantro y cardamomo.

El restaurante “Sabores de India” no solo atrajo a la comunidad india, sino que poco a poco comenzó a despertar la curiosidad de los habitantes de Valmojado. En un principio, los vecinos solo pasaban por la puerta, observando con desconfianza los carteles escritos en un español sencillo que anunciaban platos desconocidos, como "Pollo Tikka Masala" o "Samosas".

Una mañana, mientras Arjun colocaba unas macetas con flores en la entrada, una mujer mayor del pueblo, doña Carmen, se acercó con paso decidido.

—Muchacho, ¿qué vendéis aquí? Porque yo no entiendo ni una palabra de ese cartel —dijo señalando el menú.

Arjun, que llevaba un tiempo esforzándose por aprender español, sonrió.

—Vendemos comida india, señora. Es… cómo decirlo, muy diferente, pero muy rica. Tiene especias, mucho sabor. ¿Quiere probar?

Doña Carmen frunció el ceño.

—¿Es muy picante? Porque yo, con mi estómago, no puedo comer esas cosas tan fuertes.

—No todo es picante, señora. Hay platos suaves. Tenemos arroz, pan, cosas parecidas a los guisos. Si quiere, preparo algo para usted sin compromiso —respondió Arjun con amabilidad.

—Bueno… no me vendría mal un cambio. Estoy harta de comer lentejas todas las semanas —dijo la mujer, cruzando los brazos—. Venga, muchacho, tráeme algo que no me mate.

Arjun entró en la cocina y preparó un plato de Biryani de verduras, moderando las especias. Cuando se lo sirvió, doña Carmen probó un bocado con alguna reticencia.

—Oye, esto no está mal —dijo, mirando a Arjun con sorpresa—. Tiene sabor, pero no me quema la lengua. ¿Cómo has dicho que se llama?

Biryani. Es arroz con especias y verduras.

Doña Carmen asintió, terminándose el plato sin dejar un grano.

—Volveré, muchacho. Pero ponme menos especias la próxima vez. Aunque está bueno, no quiero tentar a mi estómago.

Con el tiempo, más y más vecinos se animaron a entrar al local. Uno de ellos fue Miguel, el carnicero del pueblo, quien llegó un mediodía con su amigo Julián, el panadero de la calle Alcarías.

—¿Esto es lo del restaurante de los indios? —preguntó Miguel al entrar, observando el lugar decorado con telas coloridas y lámparas que arrojaban sombras danzarinas en las paredes.

—Bienvenidos. ¿Quieren probar algo? Tenemos comida típica de nuestro país —dijo Priya con una sonrisa.

—No sé yo, Julián… ¿Y si nos traen algo raro? —susurró Miguel a su amigo.

—Deja de quejarte y prueba algo nuevo. Siempre comes lo mismo: chorizo y tortilla —respondió Julián, dándole un codazo.

Priya les recomendó empezar con unas Samosas y un plato de Pollo Tikka Masala. Los hombres miraron las samosas con curiosidad, examinando las pequeñas empanadillas antes de morder.

—¡Esto está buenísimo! —exclamó Julián, sorprendido por el crujido de la masa y el sabor especiado del relleno.

—No está mal —admitió Miguel, aunque ya se había comido dos samosas antes de terminar la frase.

Cuando llegó el pollo, ambos quedaron impresionados.

—¿Qué lleva esta salsa? Está para mojar pan —dijo Miguel, mientras tomaba un trozo de naan para raspar lo que quedaba en su plato.

—Es una mezcla de tomate, nata y especias. Se llama masala —explicó Priya—. Me alegra que les guste.

—¿Gustarnos? ¡Esto es una maravilla! —dijo Julián, riendo—. Vamos a contarle a todos que se pasen por aquí.

Poco a poco, el restaurante se convirtió en un punto de encuentro no solo para la comunidad india, sino también para los vecinos del pueblo, quienes se aventuraban cada vez más a probar nuevos sabores.

Un día, mientras servían a un grupo mixto de indios y españoles, Priya notó que doña Carmen estaba charlando animadamente con Ramesh, el devoto de Durga que había ayudado a iniciar el negocio.

—¿Y tú cómo acabaste recogiendo espárragos por aquí? —preguntaba Carmen, curiosa.

—Es una larga historia, señora. Pero los espárragos de la zona son buenísimos. En un texto del siglo XIX fue anotado por uno de nuestros cronistas locales: el gran Ravi Ratnam, cuando pasó por aquí en una misión diplomática de Madrid a Sevilla, desviado por alguna razón del camino de Extremadura. Además, estas delicias silvestres nos ayudan a conectar con la tierra y a hacer nuestras ofrendas a Durga con la suficiente emoción —respondió Ramesh.

—Pues mira, no sabía yo que los dioses hindúes también cuidaban de los espárragos. Igual les pido que me echen una mano con mi huerto —bromeó Carmen, y ambos rieron.

Una noche, el restaurante estaba lleno. Había familias españolas probando naan y dhal, grupos de indios degustando chai, e incluso algunos caminantes extranjeros que habían escuchado del lugar en sus viajes. Arjun y Priya no daban abasto, pero estaban felices.

—¿Te das cuenta? —dijo Arjun mientras servía un plato—. Lo que empezó con una bendición de Varuna ahora es un lugar donde se mezclan culturas.

—Es hermoso. Aquí la gente descubre algo más que comida internacional —respondió Priya.

Esa noche, mientras cerraban el restaurante, miraron al cielo estrellado de Valmojado y sintieron una profunda gratitud. Los dioses habían hablado, y ellos habían escuchado. En este rincón del mundo, donde el aroma del curry se mezclaba con el de los espárragos y el pan recién hecho, la India y España se daban la mano cada día.





martes, 7 de enero de 2025

Plan para dos




El Chevrolet Impala del 67 devoraba la carretera con un rugido bajo y constante, como un animal viejo que todavía tuviera fuerza en las patas. Los faros iluminaban la interminable cinta gris del asfalto mientras el horizonte parecía replegarse hacia ellos, como si la noche supiera lo que estaban planeando. Dentro del coche, dos hombres viajaban en silencio, dejando que el motor llenara el espacio entre ambos.

Después de un buen rato, uno de los tipos habló. Era Jimmy, el hombre que conducía: su rostro era el de alguien que en su vida había aprendido a decir que no y sus manos parecían más cómodas sujetando una llave inglesa que un volante.

—¿Crees que alguien nos recordará? —preguntó Jimmy, sin apartar la vista de la carretera.

Frank, en el asiento del copiloto, miraba por la ventana con el brazo colgado hacia afuera. Era más joven que Jimmy, pero la tristeza de sus ojos le hacía parecer más viejo. Su camiseta tenía un agujero en el hombro y olía ligeramente a humo de tabaco, aunque había dejado de fumar hacía años.

—¿Acaso te importa? —respondió Frank, tras un silencio que parecía haber durado minutos, pero que solo cubrió un par de segundos.

Jimmy apretó los labios, pensándoselo.

—No lo sé. Supongo que no. —contestó, haciendo una pausa, tras la que encendió un cigarrillo y exhaló con lentitud—. Pero sería bonito, ¿no? Sería genial que alguien dijera: “Jimmy y Frank, aquellos tipos que no fueron tan simplotes”.

Frank soltó una risa seca, una exhalación más que una carcajada.

—La gente no dirá esas cosas. Al menos no sobre nosotros. —Se incorporó ligeramente en su asiento y miró a Jimmy—. Nadie se acuerda de la gente que no importa.

Jimmy asintió con la cabeza, aunque la verdad le pesaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Miró el reloj del tablero. Había pasado poco más de media hora desde que ambos salieran del bar donde tomaran la decisión. Una hora más, pensó, y todo se acabará.

—¿Sabes qué es lo peor? —preguntó Jimmy, rompiendo de nuevo el silencio—. Que ni siquiera sé si merecerá la pena toda esta porquería de plan.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Frank, mirándole de reojo.

—Porque no creo que haya nada al final. —Respondió Jimmy, haciendo un gesto amplio con la mano, señalando la oscuridad más allá del parabrisas—. No hay cielo, ni infierno. Solo esto. Oscuridad.

Frank apretó los dientes. Había algo en la desesperación de Jimmy que lo irritaba, pero no dijo nada al respecto. En cambio, cambió de tema.

—¿Te acuerdas de cuando robamos el Mustang de aquel idiota en el instituto?

Jimmy sonrió,  quizás fuera la primera sonrisa auténtica que había tenido en muchos días.

—¿Pero cómo olvidarlo? Contestó muerto de risa. Dios mío, nos persiguieron por más de treinta avenidas antes de que el motor reventara.

Frank se unió a la risa. Por un momento, la tensión en el coche se desvaneció, pero el recuerdo se disipó tan rápido como había llegado. Paulatinamente, el silencio volvió a a hacerse dueño de ellos. La carretera seguía extendiéndose al frente, monótona y eterna, como si intentara convencerles de que todavía podían cambiar de opinión.

Cuando el reloj del tablero marcó una hora de viaje, Jimmy rompió el silencio otra vez.

—¿Por qué dijiste que sí, Frank?

Frank no respondió de inmediato. Encendió su propio cigarrillo, dándole largas a la respuesta.

—Supongo que estaba cansado de todo este rollo. — respondió, mientras exhalaba el humo del cigarrillo por la nariz—. Totalmente cansado de levantarme sin motivo, de acostarme sin ganas, de esperar algo que nunca llega.

Jimmy asintió. Lo entendía demasiado bien.

—¿Y tú? —preguntó Frank, devolviéndole la pregunta.

—Creo que quería ver si podía hacer algo con mi vida que tuviera algún significado, aunque fuera un desastre. —Comentó, apretando las manos en el volante—. Este es nuestro final y es nuestra decisión. Al menos tenemos eso.

—Siempre tan poético, Jimmy —exclamó Frank sonriendo, aunque con un tono de amargura en su voz.

El reloj avanzaba implacable. Había pasado una hora y veinte minutos. Ambos comenzaron a mirar con más atención los pocos coches que pasaban en dirección contraria. Habían decidido que, al llegar a la hora y media exacta, se estrellarían contra el primer vehículo que encontraran. No importaba quién estuviera al otro lado. Era el precio que estaban dispuestos a pagar por sus tediosas vidas y, muy posiblemente, por la de alguien más,

—¿Te arrepientes? —preguntó Jimmy, con una voz esta vez muy baja, casi como un susurro.

Frank lo pensó durante unos segundos que se sintieron eternos.

—No. Creo que no. ¿Tú sí?

Jimmy negó con la cabeza.

—No, seguro que no.

El reloj no tardó en marcar justo una hora y veintinueve minutos desde aquella decisión. Entonces, Jimmy apretó el acelerador, haciendo que el Impala rugiera como si el motor fuera consciente de lo que venía a continuación. Ambos se miraron y miraron el horizonte. Una pequeña luz apareció a lo lejos, creciendo rápidamente. Era un camión.

—Ahí viene —dijo Jimmy, con la voz tensa pero firme.

Frank se enderezó en su asiento, aferrándose al reposabrazos.

—Hazlo sin fallar, ¿vale? —dijo entonces con una pequeña sonrisa que trataba de disimular su miedo.

Jimmy obedeció, apretando los dientes mientras se inclinaba hacia adelante, con sus manos tensas en el volante.

Mientras el camión se acercaba,. Jimmy giró el volante hacia el carril contrario.

En el último segundo, un pensamiento cruzó su mente, un pensamiento tan rápido como un destello: ¿y si hubiera algo más allá?

El impacto nunca llegó: un volantazo instintivo, un reflejo que ni él entendió, desvió el coche en el último instante. El vehículo pasó junto al camión con un rugido ensordecedor, tan cerca del gran armatoste que pudieron sentir el calor de su motor y el viento que lo acompañaba.

El coche derrapó y se detuvo al borde de la carretera. Dentro del mismo, el silencio era absoluto, roto solo por las respiraciones entrecortadas de sus ocupantes.

—¿Qué... qué diablos fue eso? —preguntó Frank, con la voz temblorosa.

Jimmy no respondió de inmediato. Su corazón se salía del tórax mientras mantenía sus manos aún aferradas al volante.

—No lo sé. —Soltó el volante y se pasó las manos por el rostro—. No sé por qué lo hice.

Frank le miró, intentando encontrar palabras.

—¿Y ahora qué? Exclamó Jimmy mientras encendía otro cigarrillo con las manos completamente sudorosas.

—Supongo que seguiremos conduciendo.

El Impala volvió a rugir mientras retomaban la carretera. Ninguno de los dos dijo nada, pero algo había cambiado. Quizá no sabían hacia adónde iban, ni dónde se encontraban; solo era seguro que el Impala continuaba en movimiento.

Los zapatos

Don Eusebio caminaba porque no había mucho más que hacer. Caminaba por las calles del pueblo como si el movimiento le pudiera hacer olvidar la sensación constante de estar atrapado en un ciclo sin fin. Un día se encontró frente a una tienda que juró no haber visto antes. Ni siquiera recordaba haber transitado por el camino que lo llevó hasta allí. El letrero sobre la entrada, torcido y a punto de caer, rezaba “Cosas útiles e inútiles”.

Entró al sitio, más por aburrimiento que por curiosidad. El interior estaba lleno de estanterías repletas de objetos que no tenían sentido: relojes sin manecillas, muñecos con las cabezas al revés, un paraguas que parecía brillar levemente... Al fondo, detrás de un mostrador, un anciano le miraba como si lo hubiera estado esperando.

—¿Busca algo en particular? —preguntó el hombre, sin moverse.
—No sé. Solo estoy viendo. —Eusebio se encogió de hombros.
—Lo que necesita no está a la vista. —El anciano sacó un par de zapatos de debajo del mostrador. Eran negros, con un diseño extraño, como grabados que parecían moverse cuando la luz los tocaba.
—No necesito zapatos —dijo Eusebio, aunque sus zapatos actuales estaban tan gastados que casi podía sentir el asfalto al caminar.
—Estos no son zapatos comunes. Te ayudarán a conservar los lugares que amas. Nunca tendrás que despedirte de ellos.

Eusebio no sabía si aquello era una promesa, una amenaza o una broma de mal gusto, pero algo en la voz del anciano le convenció. Pagó al señor lo que le pidió —una cantidad sorprendentemente baja— y salió con los zapatos bajo el brazo. Ni siquiera preguntó cómo funcionaban.

Cuando llegó a casa, se los puso. Eran cómodos, mucho más de lo que había imaginado. Salió a caminar con ellos. Nada más comenzar a andar, sintió una especie de vibración en las suelas, como si estuvieran conectadas al suelo. Al llegar a la plaza del pueblo, se dio cuenta de que no era solo una sensación. Miró las suelas y vio, incrédulo, una réplica en miniatura de la plaza, perfecta en cada detalle.

—Esto no puede ser real —murmuró, pero lo era.

Siguió caminando, probando los zapatos en diferentes lugares. Grabó la panadería de la esquina, el puente sobre el río, incluso la fuente con los azulejos llena de pájaros. Cada vez que miraba las suelas, ahí la tenía: una reproducción exacta de los lugares por los que había transitado, como si los zapatos estuvieran capturando la esencia misma de aquellos sitios.

Cuando llegó al terreno que había heredado —un espacio vacío en las afueras de su pueblo—, los zapatos le mostraron su segundo truco. Mientras caminaba por la tierra baldía, sintió cómo las suelas comenzaban a latir, como si fueran corazones nerviosos. De repente, el terreno comenzó a cambiar. Frente a sus ojos se materializó la plaza del pueblo, la misma que había capturado. Los bancos, los adoquines, incluso el sonido del agua de la fuente. Todo estaba allí, como si el lugar hubiera sido arrancado del mundo y trasplantado a ese rincón olvidado de la localidad.

—Esto es... imposible. —Eusebio dio un paso atrás, tropezando con sus propios pies. Se quedó un largo rato mirando el lugar, tratando de procesar lo que había ocurrido.

Al día siguiente, probó de nuevo. Reprodujo el puente del río, el interior de la panadería, incluso una esquina oscura donde un graffiti mal pintado anunciaba “Viva el caos”. Cada lugar que capturaba con los zapatos podía ser traído a su terreno, que pronto comenzó a llenarse de fragmentos de su vida, piezas de un rompecabezas que no encajaban del todo, pero que de alguna manera le daban sentido a su biografía.

—Eusebio, ¿qué estás haciendo? —preguntó una vecina una tarde, cuando lo vio cargar sacos de tierra para el terreno.
—Un proyecto. Algo personal.
—¿Es eso el puente del río? —Señaló la vecina, desconcertada.
—Lo es. —Eusebio No dio más explicaciones, porque no sabía cómo hacerlo.

La gente empezó a murmurar sobre el terreno de Don Eusebio. Algunas personas decían que era un loco, otros que era un genio. Los curiosos venían a ver lo que estaba construyendo, aunque nadie entendía cómo era posible. Pero Eusebio no hacía caso. Estaba demasiado ocupado capturando más lugares. Cada caminata se convertía en una misión. Se detenía en cada esquina, evaluando si el lugar merecía ser eternizado o no.

Una tarde, pasó frente a la casa donde había crecido. Estaba en ruinas, con las ventanas rotas y las paredes cubiertas de grafitis. Durante un largo rato, se quedó mirándola, incapaz de decidir si quería grabarla finalmente. Sus zapatos vibraron levemente. Esa noche, reprodujo la casa en su terreno. Pero no apareció en su estado actual, sino como la recordaba: con las paredes blancas, con el jardín lleno de árboles y de plantas, con el columpio crujiente bajo la gran palmera.

—Esto no tiene sentido. —Se sentó en el suelo, observando la casa. La perfección de los detalles lo inquietaba. Incluso podía oír las risas de su infancia, como si los zapatos no solo hubieran capturado el lugar, sino también los momentos vividos en él.

El terreno de Don Eusebio se convirtió en un museo al aire libre, un pequeño espacio donde fragmentos de sus días cobraban vida. La gente del pueblo empezó a visitarlo, fascinada por las reproducciones., pero para Eusebio el terreno no era una exhibición, sino una obsesión. Cada vez que añadía un nuevo lugar, sentía que algo le faltaba. Nunca estaba satisfecho del todo.

—¿Qué estás buscando, Eusebio? —le preguntó un amigo una noche, mientras paseaban por el terreno.
—No lo sé. Quizá algo que nunca tuve.

Los zapatos no solo le permitían capturar lugares; le estaban consumiendo. Cada vez caminaba más lejos, buscando algo que ni siquiera podía nombrar. Pero cuanto más llenaba su terreno, más vacío se sentía.

Una madrugada, dejó los zapatos junto a la entrada de su casa y salió a caminar descalzo por el terreno. Por primera vez en años, sintió el suelo bajo sus pies. Caminó hasta el centro del terreno, donde todas las piezas de su vida se habían reunido, y se sentó a contemplarlas.

Se dio cuenta de que el terreno estaba lleno, pero él seguía vacío.

—Tal vez nunca debí ponerme esos zapatos. —Sus palabras se perdieron en el aire, y con ellas, cualquier esperanza de encontrar lo que buscaba.

Eusebio se quedó allí, viendo cómo el sol comenzaba a iluminar el extraño rincón que había creado. Por un momento, pensó en volver a ponerse los zapatos, pero después pensó que sería mejor dejarlos a un lado, como un mero recuerdo.

jueves, 12 de septiembre de 2024

Asesinato

 

Cada día me asesinas un poco más

con esa manera tuya de comunicarme que soy viejo,

cercano al final,

(deberían consolarme hechos

como que alguno de los tuyos

acabará antes y de mala manera,

pero no es mi estilo recrearme con esos dolores).

Llego a casa y me obligo a pensar que tenías razón,

aunque reflexiono que la nada puede ser agradable,

quizá una situación con ventajas increíbles. Imagina:

poder descansar todo el tiempo de pelmazos como tú,

sin discutir lo mucho que le queda a éste o al otro,

las rocas escarpadas (con algún rellano para beber,

comer y echar unas risas)

que se han de sortear para llegar al mar más placentero.